La paranoia de la leche


Cuando recibí el primer plan de alimentación para mi entrenamiento, me indicaron que tomase un tazón de leche desnatada todas las mañanas con los cereales. Me pareció perfecto, ya que llevo tomando leche para desayunar desde que era niño. A los pocos días, alguien me soltó aquello de «yo quitaría la leche ya que sólo te aporta grasas y problemas», lo que reavivó una de las paranoias más extendidas en la actualidad: la leche de vaca es mala.

Al investigar un poco sobre el tema, me he encontrado que las posiciones sobre el consumo de leche de vaca son como una guerra religiosa: los hay a favor y en contra, pero siempre desde posturas sumamente radicales y enfrentadas. Además, la postura contraria a su consumo suele estar asociada al pensamiento «nueva era» y naturalista, que predica la vuelta a la naturaleza y la aplicación de medicinas alternativas, un colectivo que suele responder muy mal a las críticas y que sólo sabe decirte que eres un fascista o un infiltrado de las corporaciones lecheras si te atreves a contradecir su dogma doctrinal.

El grado de paranoia y negacionismo es tal que los mismos que propugnan la teoría conspirativa de que los pretendidos beneficios de la leche forman parte de una campaña de las empresas lecheras para fomentar el consumo de su producto, no parecen encontrar el mismo problema en los productores de leche de soja, que hacen exactamente lo mismo: bombardearnos con publicidad sobre las pretendidas ventajas de su producto.

Lo interesante es que, por más que leo y releo las publicaciones de bitácoras y revistas de esta tendencia, no encuentro ni una sola referencia a los supuestos estudios epidemiológicos sobre los malignos efectos de la leche o las terribles enfermedades que produce. Un blog llegaba a afirmar que la leche produce autismo, pero la única prueba de estas afirmaciones es una cadena de auto-referencias, en las que unos blogs apoyan a otros sin ninguna prueba objetiva.

Una lectura de informes serios nos revela que la opinión de la comunidad científica es la de siempre: positivamente escéptica. Es cierto que hay estudios que cuestionan la idoneidad del consumo de leche de vaca, pero no desde la perspectiva catastrofista que leemos por ahí, sino desde el escepticismo que guía el avance científico.

Por ejemplo, un artículo publicado por la Escuela de Salud Pública de la Universidad de Harvard cuestiona que la leche sea la mejor fuente de calcio que podemos incorporar en la dieta. Incluso valora la posibilidad de que haya indicios de ciertos efectos negativos. Pero, si se confirma que existen, no son ni la décima parte de nocivos que los efectos que tienen la cafeína o el exceso de proteínas. ¡Alarma! El mismo artículo que podíamos querer usar para atacar la leche resulta que relativiza sus problemas y resalta sus beneficios, al tiempo que destaca el incuestionable perjuicio que las bebidas energéticas de cafeína (la golosina de los practicantes de ciclo-indoor o trekking) o la saturación de proteínas (dogma en todas las dietas de ganancia de músculo) ocasionan en la pérdida de tejido óseo.

Además, cuando los atacantes de la leche citan alguno de los supuestos estudios que critican sus virtudes, se olvidan de pequeños detalles. Por ejemplo, si se menciona algún estudio americano sobre nutrición pediátrica, habría que recordar que en Estados Unidos existe una auténtica invasión de leches preparadas, como nuestros batidos comerciales, con exceso de edulcorantes. Lo que destacan esos estudios no es que la leche sea mala para los niños, sino que el exceso de edulcorantes en su dieta es la causa del incremento de casos de diabetes y obesidad infantil. Pero como decía alguien… no permitas que la verdad te estropee un buen argumento.

Es decir, los estudios negativos no lo son tanto y no tan catastrofistas. Por el contrario, los estudios positivos, además de ser bastante más numerosos, suelen ser más contundentes. Así, un reciente estudio realizado en conjunto por las universidades de Reading, Cardiff y Bristol presenta fuertes evidencias de que el consumo de leche disminuye notablemente el riesgo de enfermedades coronarias y, agárrense, reduce la incidencia del cáncer de colon, cuando uno de los dogmas «verdes» es que la leche contamina el intestino de desechos no asimilados, fomentando la aparición de infecciones y cáncer.

No puedo terminar este apartado sin mencionar uno de los argumentos favoritos de los enemigos de la leche: como somos la única especie que bebe leche tras la infancia, no puede ser bueno. Peor… como no lo hacen las culturas orientales, tiene que ser diabólico. Siguiendo el mismo razonamiento el consumo de alcohol debería ser la Octava Plaga de Egipto, ya que ni lo hacen los animales ni está bendecido por los sagrados ritos de alguna tribu perdida en la falda del Nepal.

Hay una disciplina en medicina, poco conocida pero sumamente interesante, que estudia las enfermedades a la luz de la adaptación genética al entorno. El agua en estado natural es vital, pero también uno de los canales de propagación de enfermedades más eficaces que hay. Nuestros antepasados tuvieron que enfrentarse al problema de cómo beber sin envenenarse en cada charca, pozo o riachuelo enfangado que encontraban en el camino. Encontraron dos grandes soluciones: una consistía en hervir el agua y aromatizarla con hiervas y hojas finamente picadas, lo que fue el origen de las infusiones; la otra consistía en fermentar el agua con una cierta cantidad de azúcar, provocando la producción de alcohol. En ambos casos, se esterilizaba el agua razonablemente y se reducía la incidencia de enfermedades.

El problema es que sólo los habitantes de Europa desarrollaron los mecanismos necesarios de adaptación al alcohol, un fuerte veneno celular. Consiguieron hacerse resistentes a cambio de pequeñas molestias como dolores de cabeza o mareos si el consumo era muy elevado, lo que hemos venido a llamar «borrachera». Los habitantes del resto del mundo, que no pagaron con la muerte de innumerables congéneres esta adaptación, sufren importantes secuelas cuando beben alcohol.

El consumo de alcohol, como el de la leche de animales domesticados, no es bueno ni es malo. Es la solución que encontraron nuestros antepasados a alguna de sus necesidades de supervivencia. La leche aportaba energía, calcio y proteínas en una cantidad muy superior a la de otros alimentos y así se ganó un hueco en la dieta de numerosísimas culturas por todo el mundo (incluídas algunas orientales), que se adaptaron a sus particularidades como otras lo hicieron al alcohol, a la coca o a la cafeína.

La adaptación genética reciente de los subgrupos europeos a la lactosa es un hecho científico irrebatible y confirmado por numerosos y repetidos estudios desde hace décadas, como muy bien resumieron Bersaglieri, Sabeti, Patterson y equipo en un contundente estudio publicado en el Diario Americano de Genética Humana publicado en 2004.

Nuestra sociedad moderna debe encontrar la forma de reconducir estos hallazgos históricos a la vida moderna. No mediante el fanatismo religioso que se respira en las opiniones de los «enemigos de la leche», sino en el estudio, comprensión y buena utilización de los recursos nutricionales que tenemos a nuestro alcance. Una leche tratada térmicamente para esterilizarla, con una fuerte reducción de grasas y enriquecida con vitamina D para mejorar la absorción de calcio puede ser un alimento fundamental en nuestra dieta.

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